SERÁS LO QUE DEBAS SER…

SERÁS LO QUE DEBAS SER…

Por Walter Rivabella

     A la hora de los récords ostento uno podría decirse…humildemente artístico: durante la primaria actué en todas las fiestas escolares, desde la del 25 de mayo de mi primer grado hasta la última, fin de ciclo, en séptimo. Y si bien, vale destacar que “no hay papeles pequeños”, nunca fui un niño de reparto. Es decir, por ejemplo, que a la hora del primer gobierno patrio, yo no estaba en el delivery de “empanaditas calientes para las viejas sin dientes”, sino que estaba adentro, dándole el punto justo de cocción al grito de libertad, rellenito con carne picada —a cuchillo, claro— y con todos los repulgues propios de la docencia de la época.

     Así fue como en mí se fue empollando la idea de que tras romper el cascarón, obviaría  la escala del pichón y pasaría directamente a la fase del Alcon, teniendo como meta actuar de San Martín. La ansiada  consagración llegó en quinto grado, gracias al carrerón que venía haciendo —modestia aparte— y porque a cada chancho dicen que le llega aunque aquí el refrán se refiera al santo.

    Tras enterarme de la noticia un viernes, inmediatamente comencé a “buscar el personaje” frente al espejo del ropero de mi habitación. Es más: en un rincón del marco, coloqué un recorte con el rostro del padre de la patria que saqué de una revista y comencé a hablar como lo hacía mi colega antes mencionado en “El Santo de la espada”. Hasta me arrodillé ante una imaginaria Evangelina Salazar, que a la vez representaba a Remedios de Escalada, para susurrarle: “Belgrano ha sido derrotado en Ayohuma…es un bravo militar, recompondrá sus filas y vengará esa derrota” —entre otros resultados que sabía gracias al “Anteojito”— aunque al principio, imaginar a Remedios desde Evangelina me trajo algún que otro inconveniente ya que se me volaba el halcón para posarse en un Palito y tras un “a la carga mis valientes, agregaba un priii he he  hey”  que la daban al “Padre de la Patria”  un aire de hijo de… la nueva ola que mejor ni le cuento.  Lo único que lograría con esto era “dar de comer a los godos”. Pensar que en el patio de mi casa me caí de la escoba, a todo galope, para que “Cabral soldado heroico” me salve “cubriéndose de gloria” y además de romperme el pantalón y pelarme las rodillas, mi madre me curó con merthiolate, hecho que convirtió aquel San Lorenzo en Cancha Rayada. “A veces es peor el remedio que la enfermedad”, le dije a mi madre mientras soplaba pensando que de escucharme la de Merceditas tendría que dar explicaciones. En fin.

La cosa fue que un poco imposibilitado por la lastimadura, el domingo lo busqué anciano, tenía experiencia: un par de meses antes había sido el abuelo de “El plato de madera” de Tagore, pero igual hallé inspiración en libros de lectura y manuales que pertenecían a mis padres. Me vi en Bolougne Sur Mer, dejándola  jugar a mi nieta con medallas  ante el reproche de su madre. “Déjala que juegue hija mía. De que valen un par de medallas si no pueden dibujar la sonrisa de una niña”, pude decir tras la lectura de “El Alfarero”, libro que mis padres habían leído en su época escolar, cuando ignoraban su destino de don Juan y doña Gregoria.

El lunes sin caballo pero montado en la gloria, llegué a la escuela para entregarme a las indicaciones de las docentes. Ya llevaba una ventaja para encarar el papel: San Martín era un libertador las 24 horas, no se tomaba descanso ni siquiera en el bronce y yo, pucha que venía trabajando. Además, si bien el busto del colegio era el del prócer anciano, el que necesitamos a la hora de engendrar a la patria misma tenía que estar cerca de todas las edades, no como Sarmiento por ejemplo, que si bien tuvo varios roles en su juventud, desde el billete hasta el busto se lo inmortaliza como un viejo, amargado, padre del aula igualito a Enrique Muiño.

Finalmente, cuando volvimos del primer recreo, el bendito momento. La puerta se abrió y la directora se asomó para ordenarle a la señorita Liliana que me enviara al ensayo. Me paré airosamente — ¡era San Martín qué embromar! — sintiendo mientras acariciaba la ausencia de mis patillas que aquella compañerita que vivía ignorándome iba a salir corriendo a pedir por favor su rol de Remedios. La recuerdo y con ella una verdad: sólo es el tiempo la cura verdadera para el mal de amor.

En el patio techado me esperaba el elenco completo y enseguida comprendí que representaríamos el combate de San Lorenzo, es decir que sólo estaría casado con la causa. La patria, la nuestra, es hija de un padre. Único, como un dios al que sólo le bastó desenfundar una costilla con forma de sable corvo y regarla con sangre invasora. ¡Que las mujeres se quedaran en el aula! Bordando banderas, escuchando minués acompañadas de mariquitas —no todas Sánchez de Thompson— y esperando para que volviéramos —mis bravíos machos criollos, mestizos, nativos  y yo—  a fecundarlas con futuros soldados y una Merceditas, a la que su padre le dejará una máxima: “Que hable poco y lo preciso” será una, ojalá que se lo cuente a las amigas aunque sea por escrito y que éstas, a su vez puedan hacer lo propio.

La euforia fue tal que no vi que en la primera indicación ya me bajaban del caballo de la gloria —no la del prócer si no la mía— y entendí que San Lorenzo sería mi Cancha Rayada cuando llegué al salón del fondo que haría a la vez de convento.

Mientras los demás cargarían contra el enemigo valientemente, yo sería sólo voz. “Un San Martín omnisciente y omnipresente”, me dijo la directora explicándome lo que significaba, y nunca mejor que ahí, comprendí que conocerlo todo es saber que no se sabe nada y estar en todas partes es igualmente no estar en ninguna.

Como el profesional que siempre fui, sobre todo en la infancia, aquel 17 de agosto, me dediqué a ser un San Martín que finalmente no fue ni chicha ni limonada. Relaté los hechos lo mejor que pude desde el convento, mientras que los demás, en el campo de batalla, con pésimas interpretaciones, contaban la historia… mucho mejor que yo. Como olvidar que un segundo San Martín, de poca monta, era aplastado por su caballo y que el peor de los Cabrales, lo rescataba pasando derechito a la inmortalidad tras el consabido “muero contento”: un ejemplo Cabral, perdón… cabal, que sin narración no hay épica —que sería de éste texto sin Martín Kohan—; pero entonces yo no me conformaba con eso.

Finalizado el combate, salimos a recibir el “calor de nuestro público”, y mientras el resto del elenco se quitaba los atuendos y continuaban recibiendo halagos de todo tipo, quien parecía haber sido aplastado por el caballo… era yo.

Con el tiempo, supe que Sarmiento dijo alguna vez que a San Martín “se le notaba el genio argentino cuando cabalgaba, algo que fatalmente llevaba consigo y que era imposible hacerle perder”. ¿De ahí vendrá el empeño que se tiene en inmortalizarlo ecuestre sobre el blanco de la pureza? Caído del caballo, ¿será un modo de humanizar al prócer “full time”? No en vano, de vez en cuando la épica lo aleja de la hípica, y recuerda aquello de “serás lo que debas ser, si no no serás nada”. Claro ¡que piola!, lo dijo él… que fue.

Ahora, que la vida me ha dado mi Bulón Sur, la patria se me quedó en los arrabales de la infancia, y no tengo ni siquiera un pimpollo —de rosas ni de malvón—  a quien legarle el sable,  pienso que quizás esa nada que fui, fue ser algo: como si el genio argentino —refutando al padre del aula y abuelo de la ignorancia— llevara también consigo una caidita del pingo de vez en cuando.