DESAFINADO 

DESAFINADO 

Por Walter Rivabella

(Fragm. de un catálogo de aves donde vuela la imaginación…y se choca los alambrados)

Al recorrer los caminos de nuestra patria y ver una bandada de pájaros posados sobre algún alambrado (de cinco hilos preferentemente), cualquier melómano capaz de leer una partitura sabe descifrar la melodía que allí se esconde. Generalmente esta bella música suele ser algo cadenciosa y leve, tanto que invita al vuelo; salvo que entre la bandada se esconda un desafinado (passer sordus).

No hay pájaro en el mundo que ame el canto como el desafinado —ni siquiera el músico (molothrus badius) o hablando en criollo: leñatero—, es por eso que el pobrecito cree que el universo en su totalidad le es injusto.

Los siguientes son algunos ejemplos que ilustran porqué el desafinado desemboca en dicho pensamiento.

  1. a) A punto de salir el sol suele imitar en lo que puede al gallo. Pero después de batir las alas parado sobre un poste sólo logra pronunciar su típico piar disonante: el día permanece nublado.
  2. b) Cuando observa que a alguna casa en el campo vienen llegando visitas, sobrevuela torpemente el lugar y trata de anunciarlas mismo que un tero: los visitantes se vuelven o cambian de rumbo.
  3. c) En medio de una tormenta canta anunciando la lluvia con las mismas ansias que lo hace el hornero urgido por la escasez de barro. Inmediatamente sopla el viento y la lluvia contribuye con el barro, pero allá lejos.

Tras esos fracasos, el pájaro inclina tristemente su enorme cabeza para cavilar, cayéndose desde donde esté, pues su testa es cinco veces más grande que el pobre cuerpo que la sostiene. Sus patas son muy cortas. Por eso es que en el norte de nuestro país lo llaman “cabezón”, agregándole el “sin orejas” para recordar su falta de afinación musical.

Como la naturaleza es sabia —aunque a veces pareciera lo contrario, ya que la savia más emparentada con ella se escribe con v— su plumaje ha ido oscureciéndose con el tiempo. De blanco pasó a color tierra, tono que lo hace disimular bastante los mencionados porrazos.

En comparación a la cabeza, su pico es demasiado pequeño, más ancho que largo y bastante  chato. Es por esta razón que sólo puede alimentarse con semillas de conmiseración (porrecitus arboritus), similares a una moneda que no sacia pero entretiene un rato.

Amílcar “gaviota” Campoamor, el poeta de los pájaros, escribió odas en homenaje al desafinado comparándolo con los hombres. En alguna de ellas señala que tarde o temprano el ave —como algunos cantantes poco agraciados vocalmente pero recompensados con un gran carisma— “hará volar a las masas” y la verdad es que no anduvo muy errado porque más de uno suele explotar tras oír la constante balada del pajarito.

Lo cierto es que según las estadísticas, hasta estos días: un cincuenta por ciento de desafinados muere de tristeza, llegando la mitad de ellos a reventarse la cabeza contra el suelo; un cuarenta, lo hace tras cantar víctimas de un hondazo y sólo un diez, de viejos. Por eso es que cuando usted esté a punto de preparar la honda, trate de ser tolerante y póngase a escuchar a Joao Gilberto que le recordará “que en el pecho de los desafinados también late un corazón”.

En su libro “Aves del Plata”, Guillermo Enrique Hudson —que murió ignorando la existencia del ave en cuestión— cuenta acerca del músico (molothrus badius): “su extrema sociabilidad afecta sus hábitos nidíferos, pues a veces la bandada no se rompe en primavera, y varias hembras ponen juntas en un nido. Pero no he podido descubrir, si en tales casos las aves están en pareja o practican una promiscuidad sexual”.

“Promiscuidad propia de los músicos”, supo agregar Campoamor la tarde que me señaló este párrafo, herido quizás por la fuga de una pianista que lo había iniciado en el placer de la tocata.

Por su parte y como era de suponer, el desafinado es monógamo. Se sabe además que durante el cortejo canta a más no poder, hasta que la hembra cae rendida a sus pies. Finalmente, en un nido de construcción precaria, ella incuba largos días un único huevo —similar a un calabacín pequeñito, parduzco y que si se lo golpea suena a hueco en el mejor de los casos— acompañada durante las tardes por el canto del macho. A la hembra, vulgarmente se la conoce con el nombre de sorda.