TEXTÍCULO  INFRUCTUOSO

TEXTÍCULO  INFRUCTUOSO

Por Walter Rivabella

Apenas posó su diestra en mi testículo izquierdo, el urólogo, al notar mi reacción, sospechó que el dolor por el que estaba en su consultorio era producido por un varicocele. La confirmación fue mucho más dolorosa, pero como sucede en estos tiempos de grandes adelantos tecnológicos no le bastó con la certeza del tacto de su mano derecha y de su experiencia torcida, y me indicó que fuera a realizarme una ecografía. Al contrario de una tía cuyo libro de cabecera era el vademécum soy un perfecto ignorante en temas médicos, por eso pensaba que dicho estudio se realizaba nomas para los seguimientos de los embarazos. Parece que algo mi rostro denotó porque el médico en cuestión enseguida tuvo la deferencia de aclarar:

—Una ecografía o sonograma testicular es una prueba que utiliza ondas sonoras reflejadas para producir una imagen de los testículos y el escroto—.  Habló del epidídimo, del que por entonces no tenía el gusto, y terminó diciendo que le llamaba la atención la diferencia de tamaño, si bien existe en todos los casos, del güevo izquierdo al derecho; así dijo, alejándose de los términos medicinales. Seguidamente, mientras me subía los pantalones, me explicó que los varicoceles son una causa frecuente de la baja producción y mala calidad del esperma, lo cual puede provocar esterilidad.

—Pero tranqui, vemos y si está… ¡puj! … —prosiguió graficando un disparo en la zona afectada tras formar una pistola con sus dedos, para continuar:

—De nuevo vivitos y coleando— Se refería a mis espermatozoides, claro, pero a mí me sonó a una reposición de la obra del gran Hugo Midón. Uno sigue siendo un niño de alguna manera, salvo por problemas como éstos. Casi río, pero mientras él tiraba los guantes de látex al cesto, como si me los arrojara en el rostro a la vieja usanza, desafió a mi pudor herido con una seguidilla de preguntas:

— ¿Tenés pareja?, ¿Hijos?, ¿Cojés?, ¿Piensan o pensás tener?— La última, si bien se refería a los hijos bien podía referirse a la pregunta anterior.

Titubeé un ratito:

—Soy viudo, no todavía, eeeh…

—Lo mejor es operar entonces— interceptó ante mi suspenso sin prestarme mucha atención y en un exceso ya de campechanía: — Hacéte la eco y de paso un espermograma, así sabremos cómo andás de renacuajos.

La ecografía se pasó rápidamente a pesar del dolor que crecía sobre todo cuando el encargado de realizarla, hundía el transductor como si quisiera encontrar gracias  al monitor una nueva constelación, sin reparar que yo ya estaba viendo las estrellas. “Transductor”, nunca pensé que iba a utilizar esta palabra, sobre todo porque la acabo de descubrir para evitar términos como goyete o chirimbolo que pueden prestarse a confusión, si es que nos colocamos, como lo hizo finalmente el urólogo, en las antípodas de los términos académicos.

—Confirmado: varicocele en el barrio del escroto izquierdo.

Después de la confirmación llegó el turno del espermograma a realizar en el laboratorio de análisis clínicos al que iba desde mi niñez, siempre atendido por el mismo doctor de entonces. Lo bueno era que ahora el análisis no requería de agujas: la vejez del doctor traicionaba su pulso aunque él salía siempre del paso cargándole la culpa a mis venas. Maldita costumbre: la de volver a seguir apostando a los médicos que no quieren resignarse a que llegó la hora de colgar el estetoscopio o como en este caso, de suspender las agujas con la esperanza (inútil) de que el tiempo no corra tan rápido.

Al entrar, el doctor me recibió con sus ojos oscuros que fueran penetrantes, ahora difuminados por el gran aumento de sus lentes. Enseguida, noté que en una esquina de la sala de espera, un muchacho se encargaba de la pecera habitada por una gran cantidad de peces tropicales que estaban padeciendo la ruptura del termostato. El joven balbuceó un insulto, el arreglo al parecer se estaba complicando.

— ¿No hay peligro que se mueran si no lo solucionás rápido?— preguntó el laboratorista mientras recibía la orden de mis estudios. Se la di calladamente, como esperando hablar lo mínimo del tema, pero cuando fijó a duras penas su vista en el papel, en voz alta y como un niño de primer grado leyó con el plus de la caligrafía del urólogo:

—Es-per-mo-gra… ¿Un espermograma? ¿Qué anda pasando?— preguntó, como si la timidez fuera ajena a toda persona que luce un guardapolvo blanco.

—Varicocele— contesté en voz baja y con vergüenza, como si se tratara de una enfermedad venérea.

— ¿Y tu mujer sabe que te vas a hacer este análisis?— siguió indagando como si efectivamente la padeciera.

Le respondí que había enviudado. Farfulló un “lo siento” ignorando que del fatídico hecho creía ya haber realizado el duelo, mientras perplejo observaba como el encargado de reparar el termostato, junto a nosotros formaba parte de la conversación. Nunca supe que me dejó más desconcertado, si la pregunta o su participación, pasiva eso sí (no emitió palabra alguna, sólo gestos) lo que paradójicamente debería agradecer.

Al notarlo, el laboratorista indicó que se ocupara de solucionar el problema cuanto antes:

—Los guppys y los bettas ya andan despacio por el fondo, de aletas caídas y si bien los tetras andan un poco más animados, en cualquier momento pueden decaer y ahí, ya sea por alguna sanguijuela o hexamitiasis o dactylogyrus ¡cómo no!, revientan como un pez: según dicen algunos por ahí.

—Como un sapo —aclaré mientras se iba hacia el laboratorio. Al parecer sabía bastante de peces pero en tema de refranes  andaba más perdido que sarraceno en la neblina, o alguno de por allá.

—Te felicito—gritó desde adentro. —En la vida hay que tenerse fe. —Intuí que lo decía por la relación entre mi viudez y el análisis en cuestión. Entonces pensé que ya que estaba, bien podía hacerme una transfusión de optimismo. Si no fuera porque de reojo vi como el otro me observaba mismo que si alentara; me hubiese reído, pero aborté para cambiar por un pensamiento que no viene al caso.

Cuando salió ya venía con el recipiente en mano.

—Aseate bien la zona, si es posible con jabón blanco y después, al eyacular, hacélo con el prepucio retraído. —Prepucio bien podría ser un emperador romano y retraído me sonó a que dicho emperador era algo introvertido. El niño esta vez sonrió y sin querer queriendo, en esta mente que nunca se queda quieta a diferencia de mi apatía congénita, apareció mi madre (mal momento) diciéndome allá lejos y hace tiempo: “con el cuerito tirado para atrás”.

—Si tuviste relaciones hace poco esperá cinco días para hacerlo, sos viudo no finado —si se reía el muerto hubiese sido él— si no, una vez que tengas, esperás los cinco días y te venís. En caso de que hoy cumplas los requisitos  podría ofrecerte que lo hagas acá pero no te conviene, porque con este asunto de los peces y un par de pacientes que tienen turno para extracciones, te vas a sentir incómodo. Andá a tu casa pero eso sí: lo hacés y te venís con los pelos para atrás como indio que corre ligero. Traé el recipiente debajo de la axila, para conservar la temperatura. Algo agregó sobre los estímulos, pero sólo me motivé para huir del consultorio. Mientras lo hacía, escuché que el muchacho recomendaba además cambiar el aireador, “escupe poco” dijo el infeliz de un modo tan inoportuno como su participación en esta historia.

De la tarea encomendada no diré mucho sólo que los  cinco días estaban cumplidos y fue por causa de una relación virtual, aunque no tengo internet.

Si hay algo más incómodo que llevar una sandía bajo el brazo es llevar un tarrito con semen. Sobre todo cuando uno se encuentra en el trayecto con un par de conocidos que como nunca, quieren entablar una conversación que comienza con el clima común y corriente y termina con el político. Preferí pasar como un antipático antes de que se enfriara la cuestión y traté apresurar el paso lo más que podía: con los pelos pa’trás como indio último.

Hablando de temperatura, apenas entré vi como ya los peces, recuperando de a poco el calorcito nadaban algo más vigorosos por el medio de la pecera, jugando con las burbujas que salían de un tubo que asomaba desde adentro de un cofre que imitaba a los ambicionados por los piratas.

Me contagiaron el ánimo: es que así como me deprimo fácil, suelo confortarme con cualquier pavada.

—A la tardecita está— me dijo el doctor e hizo un gesto pícaro cuando al despedirme me guiñó el ojo izquierdo, sonriendo también hacia ese lado y farfullando un “ajajajá” que me sonó diabólico. Luego me apretó fuerte la mano como intentando recuperar ciertos modales.

Volví cuando caía la tarde, ansioso, y después de revisar el informe, con su siniestra en el hombro me dijo:

—Tenés en cantidad…— Confieso que me sentí orgulloso. — Pero  a tus espermatozoides les falta vida, quiero decir… movilidad… Esto seguramente afecta tu fertilidad— Mi orgullo se transformó en pesadumbre. Intenté hacer un chiste, malo por cierto:

—Todavía no nacieron y ya se me parecen— dije en voz baja y en eso noté como el doctor salía despedido hacia la pecera.

— ¡El termostato y la puta que me parió!— El agua hervía y algunos peces ya flotaban recocidos. Uno, corajudo, se había arrojado fuera de la pecera tratando de escapar de la catástrofe. Boqueó con los ojos salidos de sus cuencas y tras un par de coletazos…

—En fin— dije mientras me marchaba, sintiendo sin embargo que se venía un principio difícil.