EL DESAFÍO DE LA BLANCURA
Por Walter Rivabella
Cuentan los puros dignos de fe, aunque el jabón Ala es más inmaculado, que en la antigua Roma, todo aquel que se postulaba para algún puesto público lo hacía luciendo una toga blanca —en junio como en enero—. Esto no era nomás para disimular la caspa: se trataba de un símbolo de fidelidad y de pureza. Algunos, algo exhibicionistas, hasta solían abrirse esta toga para mostrar a los electores sus cicatrices de guerra, demostrando además de pureza, rasgos —o rasguños, mejor dicho— de valentía.
Por eso es que el término candidato viene de allí; de cándido: puro, limpio, también albo, aunque pueda vincularse este último a un blanco más opaco, si es que no lo mira en la alborada. Lo cándido está emparentado además a algo más brillante. No en vano candela, candelabro, candente o encender son hijos o nietos del candidus original.
Es que las palabras, escasas en sí mismas, encierran a la vez sus verdades y por qué no, sus condenas. Será por eso, tal vez y de un tiempo a esta parte, que en épocas de elecciones estamos —sobre todo los puebleros— cuasi condenados a escuchar repetidos desafíos de blancura vertidos por cándidos diferentes. Claro, el cándido que tuvo la suerte de ser elegido alguna vez, no puede volver a ese discurso ya que seguramente dejó de serlo, como sufriendo de alguna maldición. Es que es casi imposible ir a un baile vestido de blanco y egresar desprovisto de manchitas.
Así que prepárese estimado —o no tanto, ya que tampoco me estoy postulando a algo, para andar haciéndome el simpático con todo el mundo— que se viene la gran competencia de devotos de la Inmaculada Concepción. Pronto, si es que ya no le ha sucedido, usted escuchará cosas tales como:
- a) “Dentro de treinta años quiero poder mirar a la cara a mis hijos”, como si el hijo del corrupto, que gozará de los bienes con que su padre se beneficia ilícitamente, a la hora de la sopa postrera — valga el oxímoron— la ha de tomar con los ojos fijos en el plato o con gafas de sol, entendiendo que quien mira a la cara mira a los ojos, que para el vulgo son los que delatan mentiras y evidencias verdades. Dichoso el ciego a quien nadie escruta, aunque a su vez él no pueda escrutar ni siquiera al rey, que en las antípodas de Bella Vista fue coronado por tuerto.
- b) “Me involucré en política porque quiero demostrarle mi amor al pueblo”, o alguna derivación más o menos cursi. Oído esto, pregunto: el barrendero, que recompone el pueblo todas las mañanas escondiendo la mugre debajo del cordón cuneta ¿lo hace solamente para ganarse un mango? El sepulturero, que convive —o conmuere— en la antesala del más allá ¿realiza su tarea nomas para creerse el más vivo de todos? ¿Acaso no ama desmedidamente a su pueblo la chusma del barrio?, que con sus dichos combate a los que sostienen que en pueblos como el nuestro no pasa nada —ni bueno ni malo—, animando al paraíso.
- c) “Siempre tuve vocación de servicio y debido a ella quise involucrarme en política, sin importar las críticas que pueda recibir”. Lo dicen así, con envidiable autoestima, abriendo finalmente un enorme paraguas cuando por otra parte, la exigencia de los puebleros es apenas una garúa que jode un poquito, pero casi ni moja y si lo hace, se seca pronto.
También, mismo que los pastores portugueses que vieron a la virgen de Fátima, los candidatos no escatimarán enumerar algunas revelaciones: una maestra de la primaria que le hablaba de su “don de gente” haciéndolo don ya desde niño cuando esto está mal visto por los contemporáneos; un vecino, reconocido por el resto de los puebleros como hombre de bien, que le habló sentado debajo del alero del club sobre lo importante que es servir al otro; o una manzana que se le cayó en la cabeza cuando dormía debajo del árbol —un manzano claro— y le hizo dar cuenta que todo perece, y he aquí la gravedad del asunto.
En fin, podría seguir pero sería un inventario tan inútil como el comportamiento en cuestión, que por dicha causa tampoco hace daño. Pero tal vez, volviendo al principio, no estaría mal que tanto lo cándido como las cicatrices provinieran como entonces de un mismo aspirante y no de diferentes. Claro que en contra nuestro —siempre es así— las cicatrices, más que de guerra, son marcas ocasionadas por alambrados cruzados con apuro y sin destreza, de espolones de gallos que se resistieron al hurto, de corridas de perros cimarrones o de rodadas producidas por exceso de vino peleón.
Para terminar, sabemos gracias a un conocido chiste que un “negro en la nieve es un blanco perfecto”. Quizás, para los tiempos políticos que corren —y que vuelan— dichos cándidos no sean otra cosa que lo mismo, potenciados por la naturaleza de la palabra y enceguecidos por su propia luz. Si lo pensamos más, en lo más reversible de la toga, se halla justamente el que dispara, manchado ya desde la primera de sus siete vidas.
En definitiva: “la suerte está echada”. Esperemos que dentro de un tiempo, la dejen volver.