LA ISADORA DEL PUEBLO

LA ISADORA DEL PUEBLO

Por Walter Rivabella

“Hay que dejar que cada cual se exprese según sus motivaciones internas»

 PINA BAUSCH.

“Danzar es sentir, sentir es sufrir, sufrir es amar.  Usted ama, sufre y siente. ¡Usted danza!”

ISADORA DUNCAN.

“Una de éstas (Pina Bausch o Isadora Duncan)  dicen que dijo que podía bailar una silla. Yo en cambio, patadura y todo, tenía como habilidad hacerla bailar (a la silla), pero en mi casa decían que si lo seguía haciendo me iba a quedar soltero”

                                                                                     UNO DE LOS QUE NUNCA FALTAN.

Si yo pudiera hacer bailar a mis palabras como ella habla con su cuerpo, ya estaríamos dialogando hace rato; pero se empeña en que su vida sea  una eterna rapsodia bailada en soledad.

Ella baila sola, como la bailarina de una cajita de música gira al compás de una melodía que pareciera venir de lejos.

Y como si esto fuera poco, en ese ritual interminable tiene la audacia de bailar cosas imposibles.  Desde una jota: minúscula con puntito y todo, hasta “el sueño de una noche de verano”, interrumpido por la pesadilla del calor y los mosquitos.

Sin duda entre sus mejores actuaciones, mi preferida es la el instante en que bailó aquel domingo de otoño.

Bulevar, seis de la tarde y el bombero del monumento con unas ganas locas de que venga la madre del pibe que tiene en brazos, para salir corriendo a echar leña al fuego así el domingo ardía de una vez por todas, “nada lo obligaba, sólo el dolor de los demás”. En eso…

    Entró en la plazoleta como si levitara. Los perros dejaron de vagar  y comenzaron a rascarse las pulgas suponiendo que faltaban guitarristas, aunque la música la pusieran con sus silbos una orquesta de gorriones, que parados en las tablitas del respaldo de uno de los bancos, dibujaban unas pocas notas alegres en un pentagrama desde siempre entristecido a fuerza de los culos gordos de las comadres de lengua fina, del lamento vitalicio del jubilado, de las iniciales  talladas en corazones de amores que ya no tallan.

     De repente, se transformó en  una marioneta: carita blanca, media sonrisa dibujada, ojitos de vidrio; pasos lánguidos y mecánicos acatando  “órdenes de arriba”. Estaba hipnotizado con su primer acto cuando comenzó a desparecer en medio del negro manto que iba  oscureciendo poco a poco los claros de la tarde. ¿Podía hacer algo? Yo, que no veía la hora de que el domingo termine de una vez por todas, trataba de que no se cierre el telón  así ella no ejecutaba un “mutis por el foro”.

      Con esa presencia ausente de las estatuas, quieta, parecía bailarse un recuerdo, al tiempo que una lágrima de sal peregrinaba hasta su boca.  “No mires para atrás, tu pueblo el de antes, no se puede ya bailar”.

      Mientras tanto al cura, que se preparaba  para la misa de las siete, se le dio por pensar que todo aquello era cosa de mandinga, pero no vendría nada mal que una tardecita “Laisa: la Isadora del pueblo”  se pasara por la parroquia y se mande en plena misa un Salmo Responsorial, “para que repitamos todos”.

      Finalizada la quietud, ella danzó un barrilete. Tan bien lo hizo que la luna se asomó al ballet para recibirla en su gloria cediéndole el centro del universo mediante un rayo de luz. En el ensueño de las alturas se demoró dando algunos remolinos, y cuando decidió volver, dueña y señora de su piolín, se fue ovillando despacito trayendo consigo una estrella que prefirió una suave noche con su pelo a la eternidad prometida por el cielo.

    Al  día siguiente: el baile de la semana. Vieran lo desafiante que le salió ese lunes: divina con medias de lana y el alma descalza zapateando el infierno.

    Al martes, respondiéndole a su nombre lo comenzó a combatir en la trinchera y  después de la batalla, recibió al miércoles bailándose La Paz… sin apunarse. El jueves, tras un paso en falso acabó representando la caída de la bolsa de valores: la bondad y la honradez en baja mientras que la lealtad se iba detrás del mejor postor. Viernes, víspera de fin de semana: allegro. Sábado: allegro molto vivace, y otro domingo que como era de esperar cerró con un adagio: “sostenuto y lacrimoso”.

      Como una hoja seca a merced del viento, descifraba ahora una tarde gris con tanto realismo que mientras la observaba, los segundos —ceniza garúa del tiempo— me calaban los huesos.

     Al finalizar, muda de todo movimiento, fue un árbol noble donde mis ojos se posaron  a descansar después de tanto viaje. Tratando de pedir una tregua a su afición por bailar soledades, saqué mi pañuelo blanco y se lo acerqué despacio.  Mansamente, lo tomó entre sus manos formando un nido, como si de allí saliera la paloma que alarga la vida de algún viejo mago muerto de hambre y entonces hizo lo que nunca: bailó una zamba.