DE CÓMO NACE UN PENSADOR
Por Walter Rivabella
Ese año comenzó a escribir en carpeta.
Como era un alumno ejemplar y un hijo de lo más mimado, su madre le compró repuestos Rivadavia, en los que según la publicidad de la tele, se podía “borrar y volver a escribir”.
“Como en la vida” pensó el niño creyendo que había llegado a una conclusión digna de un precoz erudito.
Una mañana, harto de las burlas de sus compañeros — “malqueridos por sus padres e ignorados por la sabiduría”— y tratando de conquistar el cariño de aquellos detractores, escribió una singular estrofa:
Lo que escribo en esta hoja
lo borro con “Dos banderas”
pero la raya a la de lengua
se la borró la cagadera.
Lo hizo apretando fuertemente el lápiz negro, Faber–Castell por supuesto.
Tras las risas, cumplió con lo que dictaban los primeros versos y en ese blanco se puso a realizar la tarea del día: ilustrar el poema El hornero de Leopoldo Lugones.
A la otra mañana la “seño” de lengua pidió las carpetas y después de notar unos surcos extraños en la hoja siguiente a la ilustración, comenzó a frotar su lápiz —también Faber-Castell— como un detective, hasta que el mensaje resurgió entre el grafito como el ave feliz, que “hace su choza cantando”.
Firmaba el niño el cuaderno de indisciplina —forro de papel araña, azul comisario— cuando le afloró una verdad: “En la vida se puede borrar y volver a escribir, pero siempre queda una huella”.
Certificó su teoría cuando llegó a su casa y su padre le borró la raya a alpargatazos.