Tutú y la Citroneta (Cuento para el desguace)
Por Walter Rivabella
Tutú Carter siempre fue un fanático de los autos. Por sus manos hasta ese momento habían pasado como diez, y sin cometer jamás acto de adulterio. Una sola vez pensó en la bigamia, pero la mantención de los dos vehículos le saldría muy cara, así que desistió. Tutú era mecánico, empleado de un taller que nunca se fundió pero se pasó la vida regulando.
Tenía la costumbre, como tantos, de lavar el auto los sábados después de almorzar y a la tardecita dedicarse a girar por el circuito comprendido entre las avenidas principales y el bulevar del pueblo. Los domingos, acotaba la pista y se dedicaba a girar por la “vuelta del perro”.
Durante estos paseos, Tutú, se comportaba de un modo curioso, ya que cada vez que se encontraba con algunos de los vehículos que habían sido suyos, embobado, se detenía un rato para verlos pasar y hasta intentaba iniciar un diálogo; cosa que no hacía a menudo con las personas. “¿Qué hacés Milqui, cómo anda todo?”, “Adiós Toro, ¿tirando facha cómo siempre?”, “¡Pero miren a la Chevy, siempre conservando esas curvas que me vuelven loco!”
En una ocasión, estaba por doblar con el Gol en la esquina de la escuela 12, a la que llamaba “la renó” y si bien iba distraído —sufriendo con la mancha de un alguacil que se había reventado en un rincón del parabrisas—, escuchó una voz que le sonaba familiar. Por al lado suyo iba pasando la Citroneta amarilla, ésa que había sido su primer amor allá por el ochenta.
—Pero miren quien anda ahí, ¡Misia Citroneta! ¿Cómo dice usté que le va?
—Acá andamos Tutú un poco fatigada.
Usted estará pensando “este loco se fue por la banquina”, pero eso fue lo que Tutú aseguraba que escuchó y en vez de estacionar y salir corriendo para someterse a diversos exámenes, pegó la vuelta en U abruptamente y se puso a la par, preocupado por la salud de su… “ex”.
—Decime Citro, ¿qué es lo que sentís exactamente?
—Como cansancio. Deben ser los kilómetros que una tiene recorridos, o capaz nomás que ando medio floja de gomas…
—Ah picarona…no parece, se las ve tan redondas cómo siempre.
—Gracias, estaba buscando un piropo.
—Y el loco éste ¿no se dio cuenta de tu malestar?
—Nooo, para nada. Para colmo últimamente me da cada paliza. Me tiene de acá para allá todo el tiempo. Vivo cargada. Entiendo que una es medio utilitaria, pero ni siquiera me da un respiro… ¡nunca un mimo! Por ejemplo: ¡Qué le cuesta un día limpiarme un poco, echarme un poquito de nafta súper…! No le pido un Bardahl. ¡Tampoco que me lave con champú como hacías vos y me lustre con autobrillo! Con una enjuagadita nomás con la manguera me recontra conformo. ¡A vos te parece que hoy, domingo, tenga que andar así como una rea!
Al cabo de unas cuadras de conversación, en el momento en que Tutú le estaba pidiendo a Citro que se detenga porque quería hablar cara a cara con el dueño —le dolió llamarlo de ese modo— un patrullero los hizo detener a ambos. Al principio Tutú pensó que los detenían por cometer una infracción —los dos charlando a la par durante varias cuadras—, pero lo que no se había dado cuenta era que el conductor de la Citroneta lo había denunciado vía celular por la “actitud sospechosa”.
Algunos peatones y el resto de los conductores que no podían transitar se transformaron en público. Tutú, mientras la policía los separaba, acusaba de maltrato al otro conductor. El público avivaba la cólera de Tutú con diferentes dichos: “Tipos así deben tener una 4×4 en la clandestinidad a la que le dan todos los gustos”, “No merecen haberse abajado nunca del sulky, no merecen”, seguidos del cantito: “No lo pueden manejar, no lo pueden manejar/ cuando Tutú arranca, todo el mundo marcha atrás”. Minutos después, la policía llevó detenido a quien para la justicia, era el agresor. Esposado, igualmente acarició la pana del asiento de atrás del patrullero, que le pareció un poco parco, aunque no le disgustó ese silencio. Eso sí, por fuera le resultó demasiado farolero.
Cumplida una pequeña demora, el agredido, retornó a su casa con un aire reflexivo. Durante la mañana siguiente, sabiendo que no iba a poder darle a la citroneta la vida que según Tutú ella añoraba, la estacionó en la vereda de su casa con una lata en el techo. Eso sí, entre una cosa y la otra colocó una hoja de diario, “para que no te rayes”, dijo.
En cuanto a Tutú, días más tarde retornó al hogar, donde lo esperaba solamente el Gol y una nota de despedida escrita por su mujer donde enumeraba los porqués del abandono.
Doblando la curva del destino, podía leerse con un guiño burlón:
“…y para colmo de males, estoy cansada de que pongas los ojos en cualquier cachivache y a mí, ya ni siquiera tengas ganas de medirme el aceite”.