Por Andrea Cerdeyra

Este año la premisa es la presencialidad plena; todos en la escuela estudiando, aprendiendo, enseñando, compartiendo.

Es un desafío que pone de por medio los dos años anteriores que fueron totalmente atípicos. De no saber lo que era una pandemia, pasamos a ser expertos conocedores de cepas, síntomas, vacunas, protocolos, aforos y más y más. Lo único que nos iguala es la incertidumbre, porque aunque todo parece más calmo, la educación en época de pandemia, dejó secuelas.

Los maestros no pudimos enseñar a la manera que estábamos acostumbrados; los alumnos no pudieron aprender de la forma más adecuada; se produjeron  baches en el aprendizaje ya que los medios tecnológicos no estaban al alcance de muchos.

Pero como nada es para siempre, ahora estamos en una tregua, donde respetando las medidas de protección vigentes, podemos volver paulatinamente a recuperar los espacios del aula, del recreo, de la cancha, de la plaza, de las salidas educativas.

En ocasiones, los adultos nos sentimos desanimados, los chicos más pequeños, aburridos, y los adolescentes parecen indiferentes. Pero cuando cada uno se pone en movimiento, se genera una dinámica que va agitando los engranajes y todos, absolutamente todos, somos capaces de trabajar por los sueños que nos hacen cosquillas.

Como sociedad, necesitamos que la educación se transforme en música, poesía, ternura, para que tantos inconvenientes que vayan surgiendo, se puedan resolver, no en la vorágine de cada día, sino en la lentitud de las acciones pensadas, meditadas y realizadas con convicción.

Mas miradas a los ojos y menos pantallas. Más manos que acaricien y menos teclado. Más palabras amables y menos palabras sin sentido u hostiles. A veces, empezar de nuevo, está bien.